domingo, 20 de mayo de 2012

III y IV capítulos de Caminos de sumisión

Buenas tardes
Os dejamos aquí el capítulo tercero y cuarto de Caminos de sumisión para que podáis haceros una idea del contenido del libro.

III

Alba llegó al final de la mañana, entró por la puerta de atrás, dejó las bolsas con la compra en la cocina y puso las cartas sobre una bandeja. No pudo evitar examinar los sobres y buscar en ellos aquella letra de mujer. Después fue al piso de arriba a ponerse su uniforme e inmediatamente bajó a buscar la bandeja y llevársela al señor.
Él estaba pensativo y miraba el fuego mientras acariciaba una bola de madera de olivo, pulida y brillante por el pasar de los dedos y de los años.
—Disculpe, señor, tiene aquí la correspondencia.
—Gracias Alba, puede dejarla en la mesita, la miraré después de comer.
—La comida estará dentro de media hora ¿Quiere que la sirva aquí o prefiere comer en la sala pequeña?
—Sírvala en la sala pequeña,  allí hay más luz y me apetece ver el jardín.
—De acuerdo, señor, abriré entonces las cortinas.
—Ah, Alba —dijo el señor mientras ella se dirigía a la puerta, —después de recoger la mesa puede tomarse la tarde libre. Estaré ocupado en el taller y no necesitaré nada.
—Se lo agradezco, señor, es muy amable.
Mientras preparaba la comida, Alba pensaba en las cartas. El señor estaría toda la tarde en un pequeño edificio situado junto a la casa, una antigua cuadra que él había reconvertido en una pequeña carpintería donde tallaba madera y restauraba viejos muebles. Ese pensamiento le hizo recordar sus manos, firmes y duras, mientras manejaba las gubias y los formones, y tallaba y hacía formas sobre la madera y, fugazmente, imaginó como sería sentir esas manos sobre su cuerpo. Sacudió entonces levemente la cabeza y dijo para sí misma en voz baja:
—No seas idiota, Alba, no seas idiota.
Media hora más tarde ella preparaba la mesa. Él llegó cuando ya estaba casi todo puesto y le dijo:
—Yo abriré el vino, debe estar hambrienta. Vaya a comer y ya recogerá la mesa más tarde.
— ¿No va a desear tomar café?
—Hoy no, Alba, esté tranquila, haga lo que más le apetezca y disfrute de la tarde.
Mientras se marchaba a comer iba dando vueltas a aquella última frase y a la expresión de su cara. ¿Había visto una sonrisa extraña en su boca? ¿Sabría algo de las cartas? No, era imposible. Te estas volviendo paranoica Alba, pensó, tranquila, tú disfruta de la tarde. Y al decir estas últimas palabras sonrió y volvió a pensar en las cartas.
Después de comer fue a recoger la mesa y poner los platos en el lavavajillas. Él ya había salido y desde la ventana se veía la puerta entreabierta de la carpintería, donde estaría toda la tarde. Entonces subió las escaleras con pasos cortos y rápidos, como con miedo de que él la escuchase desde la carpintería, un miedo irracional porque, por supuesto, sabía perfectamente que eso no era posible.
Se acomodó en el suelo, cerca de la pequeña ventana que daba al patio, desde donde podría escuchar en cualquier momento el ruido de la vieja cerradura de la carpintería, y, allí recostada, comenzó a leer la primera carta que vio. La misma que el día anterior había traído tantos recuerdos al señor.
Las letras eran apresuradas y nerviosas, como si aquella mujer aún estuviese temblando, como si aún estuviese sintiendo todo lo que describía y le contaba, como si fuese un diario, a su Señor.
Tiemblo, siento mi cuerpo tan intensamente que apenas puedo pensar en nada que no sean esas sensaciones inmediatas... pero intento ordenar mis ideas, rehacer la secuencia de azotes y caricias en silencio mientras noto como él se mueve por la habitación. Todo ha empezado hace un rato, cuando me ha atado del techo y me ha enseñado un precioso corsé negro que me ha puesto, apretando bien las cintas que lo ataban a mi espalda. El corsé dejaba mis pechos al descubierto, irguiéndolos, y cubría todo mi vientre por la parte delantera, por detrás llegaba hasta la cintura, dejando mis riñones y mis nalgas al descubierto. No me ha dejado verme en el espejo de cuerpo entero que hay delante de mí. Me ha vendado los ojos con un pañuelo de seda negro, así que he tenido que imaginarme a mí misma vestida así para mi Señor con mis manos atadas por las muñequeras que cuelgan de las vigas del techo.
Enseguida ha empezado a azotarme con una pala. Yo me concentraba en esa imagen mental, pensaba en mí, vestida y abierta para mi Señor, en mi culo enrojeciendo bajo esa pala, en sus manos que acariciaban y retorcían mis pezones... deseaba verme desde fuera, verme con sus ojos, sentir lo que sentía usted, mi Señor, al ver a su perrita ofrecida.
He notado como se abrían las cintas del corsé, lo he sentido caer al suelo, deslizándose por mis muslos. Por un momento he pensado que me desataría, pero enseguida he sentido sus manos por todo mi cuerpo, sus manos llenas de aceite, que acariciaban, exploraban, presionaban. He sentido crecer aún más mi excitación, notaba como todo mi cuerpo se abría para él, como mis sentidos se concentraban en cada pequeña sensación, como mi sexo se abría y se empapaba por y para mi Dueño. Me notaba temblar y sentía mis pezones duros y erguidos, mientras esperaba, anticipándome a lo que vendría después, aun sin saber qué sería ni cuánto duraría, y me humillaba al pedirle, una y otra vez, que me usase y me follase.
Su voz, que penetraba mi cabeza y follaba mi mente y mi sexo, dejando claro quien manda. Mi voz que le ofrecía mi entrega, ronca, casi sin poder hablar en medio de los jadeos, y le decía que era su puta.
Me ordenó que levantara el culo para él y en lugar de una caricia o de un azote en mis nalgas he sentido como unas pinzas aprisionaban mis pezones. Dolor, esas pinzas asesinas que odio y deseo. Placer, mi coño que chorrea sobre un plato. Vergüenza, dolor, por Dios, que tire de esas pinzas…
Y enseguida, los azotes de sus manos en mi culo, en mis nalgas, luego la fusta, la pala otra vez. No he podido reprimir un gemido. Ha puesto la fusta en mi boca, no sé si para callarme o porque le complacía verme así, mientras sostenía con cuidado en la boca esa fusta con la que después quizá decida castigarme, o si simplemente quería poner en mi mente esa idea... Sus manos, otra vez, jugando con mi clítoris, con mi sexo, con mi culo, acariciando, comprobando su humedad, haciendo que sintiera que le pertenecen, que toda yo soy suya.
Una breve pausa, siento como se aleja de mí, me siento observada, temblorosa aún. Sus manos ya no me tocan, pero perdura la caricia de su mente, la de sus ojos. En ese momento soy espera y temblor, soy suya.
Quita las pinzas de mis pezones, siento como la sangre vuelve a ellos, ahogo un gemido, y otro, cuando noto como las pinzas con pesos tiran de los labios de mi sexo. Siento la caricia suave del gato de nueve colas y sé que aún no ha acabado todo, que va a exigirme más, y me siento feliz y temerosa... feliz de poder darle aún más, temerosa de fallarle, de no estar a la altura de lo que espera de mí. Deseo más que nunca que me sienta suya, que sienta mi entrega profundamente, tal y como yo la siento.
Los azotes y las caricias se suceden, de vez en cuando me susurra al oído, me tranquiliza, pero mi mente está sumida en un torbellino de sensaciones, mientras mi cuerpo se ofrece a sus manos, a sus ojos, a su mente... Me pide la fusta que tengo en la boca y en su lugar pone el gato, pero yo sigo en medio de ese torbellino. Cada caricia y cada azote son un recordatorio de lo único que de verdad importa, de mi entrega, de mi voluntad de pertenecerle. La fusta en mi coño mojado, mi Señor me exige, me tensa, hace que esté apunto de correrme. Quita los pesos de mi sexo, lo azota suavemente, lo acaricia con la fusta, libera mi boca del gato y me acaricia una vez más. Y yo tiemblo y siento, y me siento temblar.
Otra pausa, me siento observada una vez más. Se acerca a mí y me besa. Siento deseos de ofrecerme una vez más. Me doy cuenta de que estoy llorando cuando noto como bebe mis lágrimas mientras me besa. Siento como toda la ternura y el amor por mi Señor explotan dentro de mí con ese gesto y deseo los azotes del gato convertidos en las más dulces caricias. Temo y deseo que siga.
Siento cómo me mira antes de soltarme, sus manos me sostienen y me ayudan a no caer mientras me coloca a su lado en el suelo, a cuatro patas. Me pone la correa y el collar. Los azotes de un gato caen sobre mi clítoris y cada azote viaja por mi cuerpo convulsionado hasta mi mente. Mis nalgas se ofrecen a los azotes y a esas manos que deseo. Nuevamente su voz “Eres mía, y tu Dueño va a follarte para su placer”, su  polla se clava dentro de mí, y me muestra lo abierta y mojada que estoy. Me hace sentirme como su perra, su zorra. Sus palabras nuevamente, me recuerdan que no voy a correrme, que me quiere así. Mi voz ahora le suplica que me deje tocarme para él, ofrecerle mi tortura, mi entrega, y le dice que mi placer es suyo.
Otra vez su voz que exige “Tu Amo va a correrse y quiere que estalles para él. Estalla." Siento como mi mente y mi cuerpo se toman de la mano para obedecerle y me fundo con él en un orgasmo intenso y muy dulce, mientras veo en mi mente su cara, esa cara que he visto tantas veces cuando se corre. Después sus manos tiran de la correa y me llevan a la cama. Noto como se recuesta a mi lado y busco su polla, la lamo lentamente, la limpio y pienso que si mis ojos no estuvieran vendados en ese momento mi Señor podría ver una mirada de adoración en ellos...
La mano de Alba no podía evitar rozar su coño por encima del vestido, sus pechos. Estaba caliente, tanto que no recordaba cuándo había estado tan mojada o si alguna vez había sentido algo así. No lo comprendía, pero tampoco le importaba.
Necesitaba tocarse. Se masturbó con los ojos cerrados, imaginaba que aquella mujer era ella, y mientras lo hacía notaba como sus dedos se deslizaban en su interior, y sentía los latidos de su clítoris, después los espasmos de su vientre y un orgasmo largo y húmedo, inacabable, que la dejó postrada, acurrucada en una esquina y jadeando.
Desde la carpintería, el Señor podía ver en el cristal de la ventana del desván el reflejo del cuerpo de Alba recostado junto a los cristales.
Sonrió mientras acariciaba la tabla de madera de castaño con una gubia y recordó la primera vez que vio a Alba, recién llegada de la ciudad, tímida y nerviosa; una mujer en la treintena, morena, con algún que otro kilo de más bien repartido por todo su cuerpo.
En aquel momento no lo pensó, pero ahora sí que pensaba que era un cuerpo muy azotable. La situación le divertía y le excitaba, pero no quería dar ningún paso en falso, cada cosa a su tiempo.
Alba había iniciado un sendero y los primeros pasos tenía que darlos sola. Llegaría el tiempo en que necesitaría ser guiada, y entonces él estaría allí para educarla. Como a Clara, como la primera vez que ella llegó hasta él, ofrecida y entregada.

IV

En el salón, de noche, acompañado por el crepitar de las brasas en la chimenea, pasa lentamente las hojas de un libro. Alba duerme, o quizás se entrega a otras pasiones, prisionera entre las sábanas de su cama. El manuscrito que reposa en sus piernas es grande, encuadernado en cuero y repujado por artesanos increíblemente hábiles en su oficio. Solo su aspecto denota una antigüedad considerable. El cuero está remachado por una decoración metálica en forma de serpiente que se enrosca sobre trísqueles, y se complica, cada vez más, hasta dar la vuelta al libro de modo que el cuerpo de la serpiente se une y forma un cierre con forma de cabeza de dragón.
La imagen que observa en una de las páginas del libro muestra a una mujer con el pecho recostado sobre una gran mesa de comedor, desnuda a excepción de unas sandalias. Un hombre la folla al tiempo que agarra sus caderas con fuerza. Él recuerda, y las imágenes que hay en su mente se mezclan con la escena que tiene delante de los ojos.
Mientras tanto, en la cama, Alba lee otra carta. Está escrita con la letra de otra mujer y parece describir una escena en la que los protagonistas eran Clara y su Señor.
Recuerdo la primera vez que vi a Clara, cómo llegó hasta la casa del Señor, sin conocerlo personalmente aunque conociéndolo más que a nadie después de haber hablado tanto. Yo estaba en el piso de arriba, y miraba por la ventana.
Llegó vestida con un vestido azul, de seda, que se abría de arriba abajo, con botones plateados. No era muy corto, el dobladillo de la falda tocaba apenas las rodillas y el escote era redondo, sin mangas. Su maquillaje era muy natural, y llevaba el pelo suelto, con los rizos cayendo sobre los hombros. Iba calzada con unas sandalias de tacón alto, azules también. No llevaba ropa interior, no la iba a necesitar. Todo su cuerpo podía sentir el roce de la seda; los pechos, las nalgas y el pubis afeitado sentían su caricia mientras caminaba hacia la puerta de la casa. Una puerta grande, de madera, con un pomo dorado, que se abrió suavemente al empujarla, como si le diera la bienvenida en silencio. Después, un pequeño cuarto donde no había nada más que una percha. Supo instintivamente qué hacía allí la percha, supo que tenía que dejar allí la ropa porque al otro lado tenía que pasar desnuda. Se quitó el vestido y lo colgó con cuidado. No tenía prisa, sabía que  sería lo que tuviera que ser, y se abandonó ya de entrada, entregándose y dejándose llevar antes de que nadie se lo exigiera. Estaba desnuda a excepción de las sandalias, y atravesó la puerta que separa la pequeña cámara del resto de la casa.
Era una casa vieja y grande, de paredes gruesas, con una sala enorme dividida por un gran arco en medio. Había pocos muebles, todos ellos antiguos y de aspecto pesado, una mesa grande, rectangular, dos sillas de las que antiguamente se utilizaban para parir, un aparador, y una banqueta. Las tres paredes del fondo, al otro lado del arco, estaban cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo ocre, aunque la de la izquierda dejaba entrever el pie de una escalera.
No había nadie en la habitación pero pronto sintió ruido de pasos y voces en el piso de arriba, y pudo notar como alguien bajaba por la escalera. Se quedó inmóvil en el centro de la habitación, bajo el arco, esperando que el hombre llegase al piso de abajo. Sabía que era un hombre, al fin y al cabo eso era lo que había venido a buscar en este sitio.
Recuerdo el sonido de los zapatos del Señor mientras bajaba las escaleras, mientras yo atisbaba por un agujero y veía el cuerpo desnudo de Clara bajo el arco, con las manos en los riñones, la cabeza baja, un cuerpo que temblaba ligeramente, quizás por el aire fresco de la sala o quizás por los nervios y el deseo. Su cuerpo era hermoso, los largos rizos sobre los hombros y los pechos en forma de pera con los pezones duros. Una mujer con curvas, nada de un esqueleto andante, nalgas redondas con un culo respingón, como de mulata. Un culo precioso para azotar.
Se acercó hasta ella, y notó el calor que salía de su piel y su perfume, suave, delicado.
Veo que has sido obediente, —le dijo, mientras acariciaba su sexo depilado.
Primero rozó su clítoris y después, al sentir la humedad, se adentró en su sexo y jugó un rato con él, hasta que comenzó a rozar toda su piel y a pellizcar suavemente sus pezones hasta conseguir que emitiese los primeros y suaves gemidos.
Me encanta escucharte gemir putita. Dime, ¿a qué has venido?
A que me use, a darle placer, a entregarme.
— ¿Deseas que te enseñe, Clara?
Sí..., sí mi Señor, lo deseo… por favor.
¿Por favor qué, Clara?
Por favor, Señor, enséñeme a ser una buena sumisa, a ser su sumisa.
A eso, Clara, se le llama domar, como a una perra. ¿Deseas que te dome, Clara?
Sí, mi Señor.
Al decir estas palabras Clara enrojeció, sintió todo su cuerpo abierto, se sintió completamente humillada y excitada.
Sabes que serás azotada, ¿verdad, Clara? Que cada parte de tu cuerpo será mío y que te castigaré y te premiaré según lo crea conveniente…
Lo sé, Señor, lo entiendo, y espero que no tenga que castigarme.
No, Clara, estoy seguro de que tendré que castigarte y disfrutaré tanto de hacerlo y de corregirte como de follarte. Eres como una madera que necesita ser tallada, y la talla a veces necesita delicadeza y a menudo golpes secos y violentos.
Hubo una pausa mientras él daba vueltas lentamente alrededor de Clara.
Pon tu pecho sobre esa mesa, Clara.
Ella avanzó unos pasos y se puso delante de la mesa, apoyó su pecho y su vientre sobre ella, volviendo a poner sus manos cruzadas a la altura de los riñones.
Las piernas más abiertas.
Ella abrió las piernas tanto como pudo, sintiéndose ofrecida, deseando que él tomase posesión de su coño.
Fue entonces cuando comenzaron los azotes, primero con la mano, fuertes y espaciados, mientras le explicaba que quería que notase, entre azote y azote, el arder de su piel, y que quería que al sentirlo ofreciese aún más las nalgas a esos azotes. Hizo que ella contara en voz alta, uno a uno, los azotes y que se los agradeciera a continuación, también uno a uno. Luego los azotes fueron más seguidos que con la mano, con una pala de cuero ancha, dura y flexible, y los agradecimientos y los gemidos se confundían con el sonido de los azotes y con la voz de su Amo que le ordenaba y le exigía que levantase el culo para él.
Al final notó las manos de su Dueño que acariciaron sus nalgas enrojecidas, marcadas por la pala, mientras le decía lo mucho que le gustaba ver esa piel y ese coño encharcado.
Porque sí, perra, tu coño de niña buena chorrea y pide polla, ¿no notas como entran mis dedos en él? Sí, creo que podría meterte la mano entera y follarte con ella.
Clara no podía hablar, solo podía sentir. Lo que sentía era más de lo que nunca había esperado. Aquella voz la dominaba, su cuerpo estaba atado a la mesa sin ligaduras, solo con la voluntad y las palabras de aquel hombre que abría su coño y jugaba con los dedos en ese culo que pocas veces había sido follado.
Por favor…
¿Por favor qué, Clara?
Por favor Señor, fólleme, llene mi coño.
Sabes, Clara, —le dijo mientras pellizcaba su clítoris— te voy a enseñar a recitar, y no vas a parar de recitar tu mantra, y mientras lo hagas puede que te folle. Y ahora, repite conmigo: “Soy su perra, soy su puta, soy su zorra, soy su esclava, soy su coño encharcado…”
Mientras ella recitaba esas palabras, una y otra vez, con esfuerzo, entre jadeos, notó por vez primera como la polla de su Dueño la penetraba despacio y empezaba a moverse dentro de su coño. Él estuvo así, follándola lentamente, durante un buen rato. Entonces Clara se sorprendió a si misma diciendo:
Fólleme para su placer Señor, pase de mí, fólleme con fuerza.
Él la hizo callar con un azote en las nalgas.
¿De verdad crees que no lo estoy haciendo, zorra? Yo decido cómo te follo, yo decido cuándo te follo, y creo recordar que no te he dado orden de dejar de recitar.
Siguió follándola, a veces despacio, a veces de forma violenta, hasta que estalló dentro de ella, y la llenó de semen mientras disfrutaba de los gemidos de Clara.
Entonces hizo que se diese la vuelta y que se arrodillase para lamer y limpiar su polla, puso un collar en su cuello y la hizo incorporarse tirando de la argolla del collar hasta situarla al lado de una silla. Levantó el asiento de la silla. Era una de esas sillas que se utilizaban antiguamente para que las mujeres pariesen sentadas. En el asiento había un espacio abierto que, evidentemente, él pensaba utilizar para otros objetivos diferentes del de su diseño original. Hizo que Clara se sentase en la silla, con su coño sobre aquel agujero, ató sus pies a los pies de la silla y sus manos a los reposabrazos. Entonces le colocó unas ventosas en los pezones y la hizo gemir, mientras miraba sus pechos y notaba como esas ventosas comenzaban a vibrar y succionaban sus pezones. Después adornó los labios de su coño con unas pinzas y colgó de ellas unas pequeñas pesas que, a pesar de su reducido tamaño, bastaban para estirarlos y dejar a la vista su clítoris hinchado y excitado. Luego puso otra ventosa en su clítoris y encendió el botón que la hacía vibrar.
Ella gemía, estaba caliente, descontrolada, sentía que podría correrse en cualquier momento. Él la miraba y disfrutaba de lo que veía. Entonces sonrió y colocó en la boca de Clara una mordaza con una bola de goma, de las que se atan con unas cintas de cuero en la nuca. Luego, mientras ella respiraba a través de aquella bola, y dejaba caer pequeños surcos de saliva sobre sus pechos, le habló despacio.
Hay algo, Clara, que tienes que aprender. Tu placer es mío, tú te corres cuando y como yo digo. Sé que deseas correrte así atada, pero no lo vas a hacer, vas a aguantar todo lo que puedas, y cuando no puedas más vas a gemir bien alto y vas a mover esos pechos para mí. Entonces yo decidiré si te concedo o no tener placer.
Fue entonces cuando alzó la vista y levantó la voz:
Rosa, deja de mirar por ese agujero y baja aquí.
Recuerdo lo caliente que estaba yo mientras bajaba las escaleras, vestida con un vestido muy corto, sin ropa interior, con unos zapatos de tacón bien alto. Mi pelo cobrizo recogido en una cola. Me puse al lado del Señor, con la cabeza baja y las manos en la espalda y esperé.
¿Te gusta lo que ves, Rosa?
Me encanta Señor, es una mujer muy hermosa.
Clara no me quitaba los ojos de encima mientras el Señor acariciaba mis nalgas, desnudas bajo el vestido. En aquel momento le daba lo mismo cualquier cosa, solo intentaba controlarse y no estallar sin permiso. Era algo extraño, deseaba explotar, sentir el orgasmo, pero al mismo tiempo le aterraba la idea de decepcionarle. Entonces sintió que no podía más y gimió fuerte, haciendo caer más saliva sobre sus pechos, que movía con fuerza notando los pezones succionados.
Rosa, quítale las ventosas. Primero la del clítoris.
Él observaba atentamente cada uno de mis gestos.
Así, pero no lo toques. Ahora quita la de los pezones y lámelos y mordisquéalos. ¿No ves cómo le gusta? Juega con ellos.
Clara gemía a través de la mordaza mientras sentía como la sangre volvía a sus pezones y como mis labios y mis dientes jugaban con ellos.…
Quítale la mordaza. Limpia su cara con tu lengua. Bésala.
El Señor seguía observando a Clara, mientras yo le quitaba la mordaza y la besaba lentamente.
¿Estas caliente, Clara?
Sí..., mi Señor…
Rosa creo que Clara se merece unas lamiditas en su clítoris pero cuidado, que no se corra.
Entonces yo me puse a cuatro patas, me incliné hasta meter la cabeza debajo de la silla y empecé a lamer aquel clítoris que la ventosa había dejado increíblemente grande y sensible.
Y ahora Clara, tienes que aprender una lección y es la humildad. Rosa te va a lamer mientras yo diga y después parará de hacerlo y te vas a quedar ahí atada, sin correrte, el tiempo que yo desee. Te vas a convertir en parte del decorado, como la mesa, como un armario. Y…, Clara, cuidado con manchar mucho el suelo con lo que está cayendo de ese coño, porque después vas a tener que limpiarlo con tu lengua.
Clara gemía, todo su cuerpo estaba descontrolado y cada vez que le resultaba imposible evitar los espasmos de su vientre.
Basta ya, Rosa, ¡de rodillas!
Me puse de rodillas, con las piernas abiertas y las manos colocadas detrás de la nuca, exactamente como le gustaba verme a mi Señor, como él quería que me viera Clara.
Él se acercó a Clara, acarició su clítoris, la hizo gemir, la besó y le dijo:
Ahora mi putita va a ser una niña buena y se va a quedar aquí, va a pensar en todo lo que le ha pasado y va a mantener ese coño mojado para mí. Lo has hecho muy bien y estoy orgulloso de ti, pero Rosa ha sido muy buena y se merece también un premio, así que voy a usarla un poco mientras esperas.
Clara no dijo nada, sentía una profunda humillación al ver como él se marchaba al piso de arriba conmigo, pero al mismo tiempo sentía una entrega como la que nunca había sentido. Respiró profundamente, mientras sentía como se movían las pinzas, balanceándose con los pesos que colgaban de los labios de su coño. Se concentró en sentir el temblor de reloj acelerado de su clítoris, el dolor placentero de sus pezones, y pensó que iba a ser un día muy largo, pero que sucediese lo que sucediese no importaba nada. Estaba donde siempre había deseado estar.
Alba acariciaba su clítoris mientras leía estabas últimas palabras. Dejó la carta dentro de la mesita de noche y empezó a pellizcar sus pezones y su clítoris al imaginar lo que se sentiría al estar como aquella mujer. Se masturbó, lentamente primero y con más fuerza después, pero cuando estuvo a punto de correrse apartó la mano de su coño. Sintió la frustración de ese orgasmo impedido, pero al mismo tiempo se percato de lo caliente que estaba. Fue entonces cuando decidió que esa noche no se correría. Se echó boca abajo en la cama, desnuda, frotó sus pechos y su coño contra la cama e imaginó que no podía tener placer porque al Señor no le apetecía que lo tuviese, y entonces decidió que solo se correría cuando Clara lo hiciese en otra carta.
Tardó mucho tiempo en dormirse, pero cuando lo hizo era plenamente consciente de que al día siguiente amanecería encharcada y caliente.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Reseñas de Caminos de sumisión

Siempre es importante conocer lo que opinan otros. Hoy en la Biblioteca de los placeres ocultos han tenido la amabilidad de publicar una reseña de Caminos de sumisión. Os dejamos con sus palabras:

"Un libro ameno, muy interesante, incluso para personas que se encuentren en los inicios de "este maravilloso mundo". Una buena novela que describe muy bien los sentimientos y deseos dentro del D/s.
Muy recomendable. Se vende en formato e-book a un precio muy económico."