domingo, 20 de mayo de 2012

III y IV capítulos de Caminos de sumisión

Buenas tardes
Os dejamos aquí el capítulo tercero y cuarto de Caminos de sumisión para que podáis haceros una idea del contenido del libro.

III

Alba llegó al final de la mañana, entró por la puerta de atrás, dejó las bolsas con la compra en la cocina y puso las cartas sobre una bandeja. No pudo evitar examinar los sobres y buscar en ellos aquella letra de mujer. Después fue al piso de arriba a ponerse su uniforme e inmediatamente bajó a buscar la bandeja y llevársela al señor.
Él estaba pensativo y miraba el fuego mientras acariciaba una bola de madera de olivo, pulida y brillante por el pasar de los dedos y de los años.
—Disculpe, señor, tiene aquí la correspondencia.
—Gracias Alba, puede dejarla en la mesita, la miraré después de comer.
—La comida estará dentro de media hora ¿Quiere que la sirva aquí o prefiere comer en la sala pequeña?
—Sírvala en la sala pequeña,  allí hay más luz y me apetece ver el jardín.
—De acuerdo, señor, abriré entonces las cortinas.
—Ah, Alba —dijo el señor mientras ella se dirigía a la puerta, —después de recoger la mesa puede tomarse la tarde libre. Estaré ocupado en el taller y no necesitaré nada.
—Se lo agradezco, señor, es muy amable.
Mientras preparaba la comida, Alba pensaba en las cartas. El señor estaría toda la tarde en un pequeño edificio situado junto a la casa, una antigua cuadra que él había reconvertido en una pequeña carpintería donde tallaba madera y restauraba viejos muebles. Ese pensamiento le hizo recordar sus manos, firmes y duras, mientras manejaba las gubias y los formones, y tallaba y hacía formas sobre la madera y, fugazmente, imaginó como sería sentir esas manos sobre su cuerpo. Sacudió entonces levemente la cabeza y dijo para sí misma en voz baja:
—No seas idiota, Alba, no seas idiota.
Media hora más tarde ella preparaba la mesa. Él llegó cuando ya estaba casi todo puesto y le dijo:
—Yo abriré el vino, debe estar hambrienta. Vaya a comer y ya recogerá la mesa más tarde.
— ¿No va a desear tomar café?
—Hoy no, Alba, esté tranquila, haga lo que más le apetezca y disfrute de la tarde.
Mientras se marchaba a comer iba dando vueltas a aquella última frase y a la expresión de su cara. ¿Había visto una sonrisa extraña en su boca? ¿Sabría algo de las cartas? No, era imposible. Te estas volviendo paranoica Alba, pensó, tranquila, tú disfruta de la tarde. Y al decir estas últimas palabras sonrió y volvió a pensar en las cartas.
Después de comer fue a recoger la mesa y poner los platos en el lavavajillas. Él ya había salido y desde la ventana se veía la puerta entreabierta de la carpintería, donde estaría toda la tarde. Entonces subió las escaleras con pasos cortos y rápidos, como con miedo de que él la escuchase desde la carpintería, un miedo irracional porque, por supuesto, sabía perfectamente que eso no era posible.
Se acomodó en el suelo, cerca de la pequeña ventana que daba al patio, desde donde podría escuchar en cualquier momento el ruido de la vieja cerradura de la carpintería, y, allí recostada, comenzó a leer la primera carta que vio. La misma que el día anterior había traído tantos recuerdos al señor.
Las letras eran apresuradas y nerviosas, como si aquella mujer aún estuviese temblando, como si aún estuviese sintiendo todo lo que describía y le contaba, como si fuese un diario, a su Señor.
Tiemblo, siento mi cuerpo tan intensamente que apenas puedo pensar en nada que no sean esas sensaciones inmediatas... pero intento ordenar mis ideas, rehacer la secuencia de azotes y caricias en silencio mientras noto como él se mueve por la habitación. Todo ha empezado hace un rato, cuando me ha atado del techo y me ha enseñado un precioso corsé negro que me ha puesto, apretando bien las cintas que lo ataban a mi espalda. El corsé dejaba mis pechos al descubierto, irguiéndolos, y cubría todo mi vientre por la parte delantera, por detrás llegaba hasta la cintura, dejando mis riñones y mis nalgas al descubierto. No me ha dejado verme en el espejo de cuerpo entero que hay delante de mí. Me ha vendado los ojos con un pañuelo de seda negro, así que he tenido que imaginarme a mí misma vestida así para mi Señor con mis manos atadas por las muñequeras que cuelgan de las vigas del techo.
Enseguida ha empezado a azotarme con una pala. Yo me concentraba en esa imagen mental, pensaba en mí, vestida y abierta para mi Señor, en mi culo enrojeciendo bajo esa pala, en sus manos que acariciaban y retorcían mis pezones... deseaba verme desde fuera, verme con sus ojos, sentir lo que sentía usted, mi Señor, al ver a su perrita ofrecida.
He notado como se abrían las cintas del corsé, lo he sentido caer al suelo, deslizándose por mis muslos. Por un momento he pensado que me desataría, pero enseguida he sentido sus manos por todo mi cuerpo, sus manos llenas de aceite, que acariciaban, exploraban, presionaban. He sentido crecer aún más mi excitación, notaba como todo mi cuerpo se abría para él, como mis sentidos se concentraban en cada pequeña sensación, como mi sexo se abría y se empapaba por y para mi Dueño. Me notaba temblar y sentía mis pezones duros y erguidos, mientras esperaba, anticipándome a lo que vendría después, aun sin saber qué sería ni cuánto duraría, y me humillaba al pedirle, una y otra vez, que me usase y me follase.
Su voz, que penetraba mi cabeza y follaba mi mente y mi sexo, dejando claro quien manda. Mi voz que le ofrecía mi entrega, ronca, casi sin poder hablar en medio de los jadeos, y le decía que era su puta.
Me ordenó que levantara el culo para él y en lugar de una caricia o de un azote en mis nalgas he sentido como unas pinzas aprisionaban mis pezones. Dolor, esas pinzas asesinas que odio y deseo. Placer, mi coño que chorrea sobre un plato. Vergüenza, dolor, por Dios, que tire de esas pinzas…
Y enseguida, los azotes de sus manos en mi culo, en mis nalgas, luego la fusta, la pala otra vez. No he podido reprimir un gemido. Ha puesto la fusta en mi boca, no sé si para callarme o porque le complacía verme así, mientras sostenía con cuidado en la boca esa fusta con la que después quizá decida castigarme, o si simplemente quería poner en mi mente esa idea... Sus manos, otra vez, jugando con mi clítoris, con mi sexo, con mi culo, acariciando, comprobando su humedad, haciendo que sintiera que le pertenecen, que toda yo soy suya.
Una breve pausa, siento como se aleja de mí, me siento observada, temblorosa aún. Sus manos ya no me tocan, pero perdura la caricia de su mente, la de sus ojos. En ese momento soy espera y temblor, soy suya.
Quita las pinzas de mis pezones, siento como la sangre vuelve a ellos, ahogo un gemido, y otro, cuando noto como las pinzas con pesos tiran de los labios de mi sexo. Siento la caricia suave del gato de nueve colas y sé que aún no ha acabado todo, que va a exigirme más, y me siento feliz y temerosa... feliz de poder darle aún más, temerosa de fallarle, de no estar a la altura de lo que espera de mí. Deseo más que nunca que me sienta suya, que sienta mi entrega profundamente, tal y como yo la siento.
Los azotes y las caricias se suceden, de vez en cuando me susurra al oído, me tranquiliza, pero mi mente está sumida en un torbellino de sensaciones, mientras mi cuerpo se ofrece a sus manos, a sus ojos, a su mente... Me pide la fusta que tengo en la boca y en su lugar pone el gato, pero yo sigo en medio de ese torbellino. Cada caricia y cada azote son un recordatorio de lo único que de verdad importa, de mi entrega, de mi voluntad de pertenecerle. La fusta en mi coño mojado, mi Señor me exige, me tensa, hace que esté apunto de correrme. Quita los pesos de mi sexo, lo azota suavemente, lo acaricia con la fusta, libera mi boca del gato y me acaricia una vez más. Y yo tiemblo y siento, y me siento temblar.
Otra pausa, me siento observada una vez más. Se acerca a mí y me besa. Siento deseos de ofrecerme una vez más. Me doy cuenta de que estoy llorando cuando noto como bebe mis lágrimas mientras me besa. Siento como toda la ternura y el amor por mi Señor explotan dentro de mí con ese gesto y deseo los azotes del gato convertidos en las más dulces caricias. Temo y deseo que siga.
Siento cómo me mira antes de soltarme, sus manos me sostienen y me ayudan a no caer mientras me coloca a su lado en el suelo, a cuatro patas. Me pone la correa y el collar. Los azotes de un gato caen sobre mi clítoris y cada azote viaja por mi cuerpo convulsionado hasta mi mente. Mis nalgas se ofrecen a los azotes y a esas manos que deseo. Nuevamente su voz “Eres mía, y tu Dueño va a follarte para su placer”, su  polla se clava dentro de mí, y me muestra lo abierta y mojada que estoy. Me hace sentirme como su perra, su zorra. Sus palabras nuevamente, me recuerdan que no voy a correrme, que me quiere así. Mi voz ahora le suplica que me deje tocarme para él, ofrecerle mi tortura, mi entrega, y le dice que mi placer es suyo.
Otra vez su voz que exige “Tu Amo va a correrse y quiere que estalles para él. Estalla." Siento como mi mente y mi cuerpo se toman de la mano para obedecerle y me fundo con él en un orgasmo intenso y muy dulce, mientras veo en mi mente su cara, esa cara que he visto tantas veces cuando se corre. Después sus manos tiran de la correa y me llevan a la cama. Noto como se recuesta a mi lado y busco su polla, la lamo lentamente, la limpio y pienso que si mis ojos no estuvieran vendados en ese momento mi Señor podría ver una mirada de adoración en ellos...
La mano de Alba no podía evitar rozar su coño por encima del vestido, sus pechos. Estaba caliente, tanto que no recordaba cuándo había estado tan mojada o si alguna vez había sentido algo así. No lo comprendía, pero tampoco le importaba.
Necesitaba tocarse. Se masturbó con los ojos cerrados, imaginaba que aquella mujer era ella, y mientras lo hacía notaba como sus dedos se deslizaban en su interior, y sentía los latidos de su clítoris, después los espasmos de su vientre y un orgasmo largo y húmedo, inacabable, que la dejó postrada, acurrucada en una esquina y jadeando.
Desde la carpintería, el Señor podía ver en el cristal de la ventana del desván el reflejo del cuerpo de Alba recostado junto a los cristales.
Sonrió mientras acariciaba la tabla de madera de castaño con una gubia y recordó la primera vez que vio a Alba, recién llegada de la ciudad, tímida y nerviosa; una mujer en la treintena, morena, con algún que otro kilo de más bien repartido por todo su cuerpo.
En aquel momento no lo pensó, pero ahora sí que pensaba que era un cuerpo muy azotable. La situación le divertía y le excitaba, pero no quería dar ningún paso en falso, cada cosa a su tiempo.
Alba había iniciado un sendero y los primeros pasos tenía que darlos sola. Llegaría el tiempo en que necesitaría ser guiada, y entonces él estaría allí para educarla. Como a Clara, como la primera vez que ella llegó hasta él, ofrecida y entregada.

IV

En el salón, de noche, acompañado por el crepitar de las brasas en la chimenea, pasa lentamente las hojas de un libro. Alba duerme, o quizás se entrega a otras pasiones, prisionera entre las sábanas de su cama. El manuscrito que reposa en sus piernas es grande, encuadernado en cuero y repujado por artesanos increíblemente hábiles en su oficio. Solo su aspecto denota una antigüedad considerable. El cuero está remachado por una decoración metálica en forma de serpiente que se enrosca sobre trísqueles, y se complica, cada vez más, hasta dar la vuelta al libro de modo que el cuerpo de la serpiente se une y forma un cierre con forma de cabeza de dragón.
La imagen que observa en una de las páginas del libro muestra a una mujer con el pecho recostado sobre una gran mesa de comedor, desnuda a excepción de unas sandalias. Un hombre la folla al tiempo que agarra sus caderas con fuerza. Él recuerda, y las imágenes que hay en su mente se mezclan con la escena que tiene delante de los ojos.
Mientras tanto, en la cama, Alba lee otra carta. Está escrita con la letra de otra mujer y parece describir una escena en la que los protagonistas eran Clara y su Señor.
Recuerdo la primera vez que vi a Clara, cómo llegó hasta la casa del Señor, sin conocerlo personalmente aunque conociéndolo más que a nadie después de haber hablado tanto. Yo estaba en el piso de arriba, y miraba por la ventana.
Llegó vestida con un vestido azul, de seda, que se abría de arriba abajo, con botones plateados. No era muy corto, el dobladillo de la falda tocaba apenas las rodillas y el escote era redondo, sin mangas. Su maquillaje era muy natural, y llevaba el pelo suelto, con los rizos cayendo sobre los hombros. Iba calzada con unas sandalias de tacón alto, azules también. No llevaba ropa interior, no la iba a necesitar. Todo su cuerpo podía sentir el roce de la seda; los pechos, las nalgas y el pubis afeitado sentían su caricia mientras caminaba hacia la puerta de la casa. Una puerta grande, de madera, con un pomo dorado, que se abrió suavemente al empujarla, como si le diera la bienvenida en silencio. Después, un pequeño cuarto donde no había nada más que una percha. Supo instintivamente qué hacía allí la percha, supo que tenía que dejar allí la ropa porque al otro lado tenía que pasar desnuda. Se quitó el vestido y lo colgó con cuidado. No tenía prisa, sabía que  sería lo que tuviera que ser, y se abandonó ya de entrada, entregándose y dejándose llevar antes de que nadie se lo exigiera. Estaba desnuda a excepción de las sandalias, y atravesó la puerta que separa la pequeña cámara del resto de la casa.
Era una casa vieja y grande, de paredes gruesas, con una sala enorme dividida por un gran arco en medio. Había pocos muebles, todos ellos antiguos y de aspecto pesado, una mesa grande, rectangular, dos sillas de las que antiguamente se utilizaban para parir, un aparador, y una banqueta. Las tres paredes del fondo, al otro lado del arco, estaban cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo ocre, aunque la de la izquierda dejaba entrever el pie de una escalera.
No había nadie en la habitación pero pronto sintió ruido de pasos y voces en el piso de arriba, y pudo notar como alguien bajaba por la escalera. Se quedó inmóvil en el centro de la habitación, bajo el arco, esperando que el hombre llegase al piso de abajo. Sabía que era un hombre, al fin y al cabo eso era lo que había venido a buscar en este sitio.
Recuerdo el sonido de los zapatos del Señor mientras bajaba las escaleras, mientras yo atisbaba por un agujero y veía el cuerpo desnudo de Clara bajo el arco, con las manos en los riñones, la cabeza baja, un cuerpo que temblaba ligeramente, quizás por el aire fresco de la sala o quizás por los nervios y el deseo. Su cuerpo era hermoso, los largos rizos sobre los hombros y los pechos en forma de pera con los pezones duros. Una mujer con curvas, nada de un esqueleto andante, nalgas redondas con un culo respingón, como de mulata. Un culo precioso para azotar.
Se acercó hasta ella, y notó el calor que salía de su piel y su perfume, suave, delicado.
Veo que has sido obediente, —le dijo, mientras acariciaba su sexo depilado.
Primero rozó su clítoris y después, al sentir la humedad, se adentró en su sexo y jugó un rato con él, hasta que comenzó a rozar toda su piel y a pellizcar suavemente sus pezones hasta conseguir que emitiese los primeros y suaves gemidos.
Me encanta escucharte gemir putita. Dime, ¿a qué has venido?
A que me use, a darle placer, a entregarme.
— ¿Deseas que te enseñe, Clara?
Sí..., sí mi Señor, lo deseo… por favor.
¿Por favor qué, Clara?
Por favor, Señor, enséñeme a ser una buena sumisa, a ser su sumisa.
A eso, Clara, se le llama domar, como a una perra. ¿Deseas que te dome, Clara?
Sí, mi Señor.
Al decir estas palabras Clara enrojeció, sintió todo su cuerpo abierto, se sintió completamente humillada y excitada.
Sabes que serás azotada, ¿verdad, Clara? Que cada parte de tu cuerpo será mío y que te castigaré y te premiaré según lo crea conveniente…
Lo sé, Señor, lo entiendo, y espero que no tenga que castigarme.
No, Clara, estoy seguro de que tendré que castigarte y disfrutaré tanto de hacerlo y de corregirte como de follarte. Eres como una madera que necesita ser tallada, y la talla a veces necesita delicadeza y a menudo golpes secos y violentos.
Hubo una pausa mientras él daba vueltas lentamente alrededor de Clara.
Pon tu pecho sobre esa mesa, Clara.
Ella avanzó unos pasos y se puso delante de la mesa, apoyó su pecho y su vientre sobre ella, volviendo a poner sus manos cruzadas a la altura de los riñones.
Las piernas más abiertas.
Ella abrió las piernas tanto como pudo, sintiéndose ofrecida, deseando que él tomase posesión de su coño.
Fue entonces cuando comenzaron los azotes, primero con la mano, fuertes y espaciados, mientras le explicaba que quería que notase, entre azote y azote, el arder de su piel, y que quería que al sentirlo ofreciese aún más las nalgas a esos azotes. Hizo que ella contara en voz alta, uno a uno, los azotes y que se los agradeciera a continuación, también uno a uno. Luego los azotes fueron más seguidos que con la mano, con una pala de cuero ancha, dura y flexible, y los agradecimientos y los gemidos se confundían con el sonido de los azotes y con la voz de su Amo que le ordenaba y le exigía que levantase el culo para él.
Al final notó las manos de su Dueño que acariciaron sus nalgas enrojecidas, marcadas por la pala, mientras le decía lo mucho que le gustaba ver esa piel y ese coño encharcado.
Porque sí, perra, tu coño de niña buena chorrea y pide polla, ¿no notas como entran mis dedos en él? Sí, creo que podría meterte la mano entera y follarte con ella.
Clara no podía hablar, solo podía sentir. Lo que sentía era más de lo que nunca había esperado. Aquella voz la dominaba, su cuerpo estaba atado a la mesa sin ligaduras, solo con la voluntad y las palabras de aquel hombre que abría su coño y jugaba con los dedos en ese culo que pocas veces había sido follado.
Por favor…
¿Por favor qué, Clara?
Por favor Señor, fólleme, llene mi coño.
Sabes, Clara, —le dijo mientras pellizcaba su clítoris— te voy a enseñar a recitar, y no vas a parar de recitar tu mantra, y mientras lo hagas puede que te folle. Y ahora, repite conmigo: “Soy su perra, soy su puta, soy su zorra, soy su esclava, soy su coño encharcado…”
Mientras ella recitaba esas palabras, una y otra vez, con esfuerzo, entre jadeos, notó por vez primera como la polla de su Dueño la penetraba despacio y empezaba a moverse dentro de su coño. Él estuvo así, follándola lentamente, durante un buen rato. Entonces Clara se sorprendió a si misma diciendo:
Fólleme para su placer Señor, pase de mí, fólleme con fuerza.
Él la hizo callar con un azote en las nalgas.
¿De verdad crees que no lo estoy haciendo, zorra? Yo decido cómo te follo, yo decido cuándo te follo, y creo recordar que no te he dado orden de dejar de recitar.
Siguió follándola, a veces despacio, a veces de forma violenta, hasta que estalló dentro de ella, y la llenó de semen mientras disfrutaba de los gemidos de Clara.
Entonces hizo que se diese la vuelta y que se arrodillase para lamer y limpiar su polla, puso un collar en su cuello y la hizo incorporarse tirando de la argolla del collar hasta situarla al lado de una silla. Levantó el asiento de la silla. Era una de esas sillas que se utilizaban antiguamente para que las mujeres pariesen sentadas. En el asiento había un espacio abierto que, evidentemente, él pensaba utilizar para otros objetivos diferentes del de su diseño original. Hizo que Clara se sentase en la silla, con su coño sobre aquel agujero, ató sus pies a los pies de la silla y sus manos a los reposabrazos. Entonces le colocó unas ventosas en los pezones y la hizo gemir, mientras miraba sus pechos y notaba como esas ventosas comenzaban a vibrar y succionaban sus pezones. Después adornó los labios de su coño con unas pinzas y colgó de ellas unas pequeñas pesas que, a pesar de su reducido tamaño, bastaban para estirarlos y dejar a la vista su clítoris hinchado y excitado. Luego puso otra ventosa en su clítoris y encendió el botón que la hacía vibrar.
Ella gemía, estaba caliente, descontrolada, sentía que podría correrse en cualquier momento. Él la miraba y disfrutaba de lo que veía. Entonces sonrió y colocó en la boca de Clara una mordaza con una bola de goma, de las que se atan con unas cintas de cuero en la nuca. Luego, mientras ella respiraba a través de aquella bola, y dejaba caer pequeños surcos de saliva sobre sus pechos, le habló despacio.
Hay algo, Clara, que tienes que aprender. Tu placer es mío, tú te corres cuando y como yo digo. Sé que deseas correrte así atada, pero no lo vas a hacer, vas a aguantar todo lo que puedas, y cuando no puedas más vas a gemir bien alto y vas a mover esos pechos para mí. Entonces yo decidiré si te concedo o no tener placer.
Fue entonces cuando alzó la vista y levantó la voz:
Rosa, deja de mirar por ese agujero y baja aquí.
Recuerdo lo caliente que estaba yo mientras bajaba las escaleras, vestida con un vestido muy corto, sin ropa interior, con unos zapatos de tacón bien alto. Mi pelo cobrizo recogido en una cola. Me puse al lado del Señor, con la cabeza baja y las manos en la espalda y esperé.
¿Te gusta lo que ves, Rosa?
Me encanta Señor, es una mujer muy hermosa.
Clara no me quitaba los ojos de encima mientras el Señor acariciaba mis nalgas, desnudas bajo el vestido. En aquel momento le daba lo mismo cualquier cosa, solo intentaba controlarse y no estallar sin permiso. Era algo extraño, deseaba explotar, sentir el orgasmo, pero al mismo tiempo le aterraba la idea de decepcionarle. Entonces sintió que no podía más y gimió fuerte, haciendo caer más saliva sobre sus pechos, que movía con fuerza notando los pezones succionados.
Rosa, quítale las ventosas. Primero la del clítoris.
Él observaba atentamente cada uno de mis gestos.
Así, pero no lo toques. Ahora quita la de los pezones y lámelos y mordisquéalos. ¿No ves cómo le gusta? Juega con ellos.
Clara gemía a través de la mordaza mientras sentía como la sangre volvía a sus pezones y como mis labios y mis dientes jugaban con ellos.…
Quítale la mordaza. Limpia su cara con tu lengua. Bésala.
El Señor seguía observando a Clara, mientras yo le quitaba la mordaza y la besaba lentamente.
¿Estas caliente, Clara?
Sí..., mi Señor…
Rosa creo que Clara se merece unas lamiditas en su clítoris pero cuidado, que no se corra.
Entonces yo me puse a cuatro patas, me incliné hasta meter la cabeza debajo de la silla y empecé a lamer aquel clítoris que la ventosa había dejado increíblemente grande y sensible.
Y ahora Clara, tienes que aprender una lección y es la humildad. Rosa te va a lamer mientras yo diga y después parará de hacerlo y te vas a quedar ahí atada, sin correrte, el tiempo que yo desee. Te vas a convertir en parte del decorado, como la mesa, como un armario. Y…, Clara, cuidado con manchar mucho el suelo con lo que está cayendo de ese coño, porque después vas a tener que limpiarlo con tu lengua.
Clara gemía, todo su cuerpo estaba descontrolado y cada vez que le resultaba imposible evitar los espasmos de su vientre.
Basta ya, Rosa, ¡de rodillas!
Me puse de rodillas, con las piernas abiertas y las manos colocadas detrás de la nuca, exactamente como le gustaba verme a mi Señor, como él quería que me viera Clara.
Él se acercó a Clara, acarició su clítoris, la hizo gemir, la besó y le dijo:
Ahora mi putita va a ser una niña buena y se va a quedar aquí, va a pensar en todo lo que le ha pasado y va a mantener ese coño mojado para mí. Lo has hecho muy bien y estoy orgulloso de ti, pero Rosa ha sido muy buena y se merece también un premio, así que voy a usarla un poco mientras esperas.
Clara no dijo nada, sentía una profunda humillación al ver como él se marchaba al piso de arriba conmigo, pero al mismo tiempo sentía una entrega como la que nunca había sentido. Respiró profundamente, mientras sentía como se movían las pinzas, balanceándose con los pesos que colgaban de los labios de su coño. Se concentró en sentir el temblor de reloj acelerado de su clítoris, el dolor placentero de sus pezones, y pensó que iba a ser un día muy largo, pero que sucediese lo que sucediese no importaba nada. Estaba donde siempre había deseado estar.
Alba acariciaba su clítoris mientras leía estabas últimas palabras. Dejó la carta dentro de la mesita de noche y empezó a pellizcar sus pezones y su clítoris al imaginar lo que se sentiría al estar como aquella mujer. Se masturbó, lentamente primero y con más fuerza después, pero cuando estuvo a punto de correrse apartó la mano de su coño. Sintió la frustración de ese orgasmo impedido, pero al mismo tiempo se percato de lo caliente que estaba. Fue entonces cuando decidió que esa noche no se correría. Se echó boca abajo en la cama, desnuda, frotó sus pechos y su coño contra la cama e imaginó que no podía tener placer porque al Señor no le apetecía que lo tuviese, y entonces decidió que solo se correría cuando Clara lo hiciese en otra carta.
Tardó mucho tiempo en dormirse, pero cuando lo hizo era plenamente consciente de que al día siguiente amanecería encharcada y caliente.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Reseñas de Caminos de sumisión

Siempre es importante conocer lo que opinan otros. Hoy en la Biblioteca de los placeres ocultos han tenido la amabilidad de publicar una reseña de Caminos de sumisión. Os dejamos con sus palabras:

"Un libro ameno, muy interesante, incluso para personas que se encuentren en los inicios de "este maravilloso mundo". Una buena novela que describe muy bien los sentimientos y deseos dentro del D/s.
Muy recomendable. Se vende en formato e-book a un precio muy económico."

domingo, 29 de abril de 2012

PRIMEROS DOS CAPÍTULOS DE CAMINOS DE SUMISIÓN

O ofrecemos como adelanto los dos primeros capítulos del libro Caminos de sumisión, que esperamos que sea de vuestro agrado.
I

Subió por las escaleras que llevaban al desván. Cada primavera era necesario bajar la ropa de verano y guardar allí, bien protegida en los viejos armarios y baúles, la ropa de invierno. Alba llevaba ya algunos meses en la casa, tenía treinta años y había llegado a aquel viejo caserón por casualidad. Habían pasado ya dos años desde la ruptura con su marido y todavía tenía en la cabeza los largos meses de peleas, de pequeñas mezquindades, de un divorcio traumático, de un ambiente irrespirable que le hizo plantearse salir de la ciudad.
En la oficina de empleo le habían sugerido, casi como última alternativa, un trabajo de criada en un pueblo lejano. Nada más que escuchó la oferta decidió que tenía que aceptarla. Aunque el sueldo no era muy alto estaba claro que podría ahorrar algo. Pero lo cierto es que el motivo que la llevó a dejar su casa y a vender o regalar aquellas cosas que había acumulado y que después descubriría que en realidad no necesitaba fue, sobre todo, la idea de vivir lejos de su mundo, lejos de los malos recuerdos. Deseaba, necesitaba una nueva vida, aunque fuese apenas durante un corto período, un tiempo para pensar que le permitiría comenzar de nuevo. La idea de una vida sencilla, alejada de todo aquello que hacía que por momentos no pudiese respirar, de una paz interior que deseaba por encima de todo, hizo que sonriese por primera vez en mucho tiempo.
Al principio le costó un poco acostumbrarse a las excentricidades del señor. Un hombre maduro y profundamente reservado que vivía solo en un caserón rodeado por un gran jardín, separado del resto del mundo por altos muros. Apenas viajaba, si bien parecía no estar desconectado del mundo, tenía ordenador, el teléfono sonaba a menudo y las visitas llegaban, misteriosas, de cuando en cuando. Se acostumbró a no preguntar nada y comenzó a disfrutar de una vida tranquila. Al fin y al cabo era aquello que más había deseado.
La casa entera estaba a su disposición. Es cierto que al principio le costó acostumbrarse a llevar un traje de criada, pero la verdad es que el respeto y la seriedad del señor le habían hecho olvidarse de ese tema. Si se le habían pasado por la cabeza preocupaciones sobre las posibles intenciones de un hombre que vivía en soledad y contrataba a una mujer joven, lo cierto es que las olvidó con el correr de los días.
Su vida pasaba tranquila, sus tareas eran las de atender la casa, cocinar e ir a buscar o encargar las provisiones en el pueblo, que se encontraba a apenas dos kilómetros de la casa. El resto del tiempo lo ocupaba leyendo en la gran biblioteca o en la terraza acristalada que incluso en el invierno se calentaba con los rayos del sol.
Se había acostumbrado también a cultivar flores en el invernadero, e incluso le atrajo la idea de plantar algunas cosas en una huerta. Cuando se lo preguntó al señor, este le dijo que podía usar el terreno como desease e incluso le dio algunos consejos y le recomendó una serie de libros sobre el tema.
Daba largos paseos por los caminos que atravesaban campos sembrados y que unían la casa con la aldea. Intentaba pasar el menor tiempo posible en el pueblo, sabía que allí murmuraban de su relación con el señor, pero como nadie se atrevía a decir nada en su presencia, no le importaba nada, se sentía bien.
Aquel día subió la ropa al desván y la metió en los armarios. Le gustaba el desván con sus viejas y centenarias vigas de castaño. Siempre le habían gustado aquellos sitios misteriosos en los que se podía sentir el aliento del pasado. A veces, cuando acababa con las tareas, subía y se sentaba a meditar, iluminada por los rayos de luz que rompían la oscuridad del desván desde unas pequeñas ventanas que daban al jardín. Era un buen sitio para pensar y para disfrutar de mirar los objetos allí olvidados desde hacía mucho tiempo.
Ese día, sin ningún motivo, empezó a curiosear por el desván. En el fondo, al lado de una ventana, había una vieja arca de madera de roble con herrajes en forma de figuras de animales. Esa gran arca siempre le había llamado la atención pero no le había dado más importancia.
Esta vez se acercó, miró la gran llave de hierro puesta en la cerradura, y no pudo resistir la tentación de girarla y levantar la tapa del arcón. Nada del otro mundo, algunas fotografías enmarcadas con personas vestidas de gala, dos o tres libros, unas mantas y un estuche negro, largo y ancho con algunos centímetros de espesor. Levantó el estuche y lo dejó en equilibrio sobre la esquina del arca, para ver lo que había debajo. Algunos periódicos con más de diez años, cintas de cuero fino cuidadosamente enrolladas y un mazo de cartas atadas con una cinta de raso negro.
Sin desatar la cinta intentó pasar, una a una, las cartas. La letra de los sobres era claramente femenina, aunque juraría que correspondía a más de una mujer.
Sintió la tentación de querer leer las cartas, entonces observó que uno de los sobres estaba rasgado y se podía leer parte de su contenido.
Soy su esclava, mi Señor, su perra, su puta en celo. Mi corazón, mi cuerpo, mi mente son suyos, castígueme o úseme para su placer cuando quiera.
El párrafo seguía en el reverso de la carta. Hizo fuerza para desatar la cinta y con el breve impulso hizo caer al suelo el estuche que antes había apoyado en la esquina del arcón. Se quedó inmóvil al sentir el ruido del golpe contra el suelo. Esperó unos segundos. No, no parecía que él hubiese escuchado nada, las paredes de piedra eran anchas y supuso que a esa hora estaría durmiendo la siesta.
Recogió entonces el estuche y vio, alarmada, que se había roto el lacre con el que habían sellado la cerradura. Tuvo miedo, pero abrió el estuche. En su interior había una fusta negra, con una lengüeta ancha y flexible y una empuñadura de cuero con un símbolo grabado. También había un antifaz negro, como aquellos que había visto en algunas fotografías de mujeres en bailes de carnaval.
Se quedó pensativa, mientras asociaba ideas. Después decidió ponerse el antifaz y mirarse al espejo del armario que tenía enfrente. Se veía rara, bajó sus ojos y nuevamente volvió a mirarse, abrió entonces la carta en la que estaban aquellas palabras que la habían intrigado  y siguió leyendo:
Soy suya, siempre lo he sido y lo seré, he nacido para servirle, no le conocía y aun así le buscaba en mi interior. Sus besos, sus caricias, sus azotes, el dolor y el placer que me hace sentir no son comparables con la felicidad que me da el estar a su lado, aunque sea en breves momentos.
Ella, se quedó pensativa, imaginó lo que sería sentir esa fusta, la acarició suavemente, notó con sorpresa su excitación, la humedad en su sexo, el deseo de seguir leyendo y de seguir sintiendo lo que sentía en esos momentos.
La campanilla la sacó del trance, el señor la llamaba. Cerró el estuche al instante, guardó el antifaz a su lado, metió deprisa las cartas en el arca y bajó las escaleras con rapidez, al tiempo que deseaba volver más tarde para descubrir los secretos que había dentro de aquellos sobres.
Transcurrieron varios días hasta que cobró el valor necesario para volver a abrir aquel viejo arcón. Durante esos días había mirado con curiosidad al señor, había intentado descubrir en aquella figura amable y educada una mano capaz de blandir una fusta y hacerla sonar sobre la piel de una mujer. Se descubrió varias veces mirando esas manos e imaginó como abrazarían aquellos dedos el cuero. Se sorprendió porque sentía vergüenza por lo que había hecho, y excitación también, por lo que había leído y por lo que podría estar escrito en aquellas cartas.
Ese día el sol parecía haberse escondido entre las montañas y una lluvia pertinaz quería saludar a la primavera. Hacía frío. Alba subió al desván y buscó una manta en un armario. Después se aproximó a la cerradura que escondía el objeto de sus deseos, abrió la que podría ser su particular caja de Pandora y, envuelva en la manta, sentada en el suelo y apoyada en una esquina del desván, protegida del mundo, comenzó a ordenar las cartas por fecha.
 
II

El invierno parecía volver con fuerza. Mientras caminaba hacia la casa él miraba las flores en los árboles y pensaba que la helada venía en el peor momento. Llegó congelado. Encendió primero la chimenea y después decidió subir al desván a buscar un jersey de lana. Nunca lo hacía. Hacía tiempo que no subía aquellas escaleras empinadas, pero Alba había ido al pueblo a buscar la correspondencia. El olor de las cosas pasadas penetró en él al dar los primeros pasos para entrar en el desván. Sintió la misma familiaridad de siempre, contempló las vigas de castaño de las que colgaban las argollas de hierro, la mesa baja de la esquina, con el sofá al lado, todo tapado con sábanas blancas, la manta y un viejo cojín junto al baúl del fondo.
¿Qué hacía aquella manta junto al arca? Se acercó con curiosidad. Parecía claro que ella había estado allí en los últimos días. Restos de comida, una botella de agua. Entonces se dio cuenta. Abrió rápidamente el arcón y vio las cartas descolocadas, el estuche roto, el antifaz en una esquina y al leer las líneas que dejaba ver el sobre rasgado de una de las cartas, se quedó pensativo, con los ojos cerrados, y recordó la última vez que había tenido esa fusta en la mano.
Era verano, el calor del estío chocaba contra las paredes, la casa estaba fresca, el desván estaba mas limpio y cuidado; de las argollas de las vigas del techo colgaban cadenas con muñequeras en el extremo que se balanceaban lentamente. Sí, yo estaba sentado en el sillón y contemplaba las motas que flotaban sobre los tenues rayos de sol. Tú estabas detrás, en medio de la habitación, desnuda a excepción de la venda que cubría tus ojos. Tus brazos colgaban, atados por unas muñequeras, de las argollas del techo. Expuesta como un animal, indefensa, temblabas incontroladamente mientras tu sexo chorreaba sobre un plato colocado en el suelo, entre tus piernas abiertas. Tu piel estaba sudorosa, brillante, más caliente y colorada en algunas zonas.
No había pasado mucho tiempo desde que te había vestido, así atada, con un corsé negro que levantaba y dejaba ver tus pechos y tus pezones maquillados de negro como tu boca. Sí, disfruté mientras calentaba esas nalgas con una pala de madera y jugaba de vez en cuando con esos pezones duros. Después, cuando pensabas que todo había acabado, fue el momento de quitar ese corsé y acariciar tu cuerpo, tus pechos, tu nuca, tus nalgas, tu vientre, tus labios, el inicio de tu espalda. Llegó el momento de echar aceite por toda tu piel, hasta dejarla brillante, y de notarte temblorosa y excitada, suplicando que te usase, que te llenase, que hiciese que te corrieras con mis azotes.
Entonces fue cuando decidí parar y mirarte. Disfrutar de verte entregada, abierta, indefensa, sin siquiera la protección de la cama, de pie, con cada milímetro de tu cuerpo a mi disposición. Tu cara, tu boca abierta, tu respiración, no entendían por qué paraba. Tuve que decírtelo.
Me gusta verte así, caliente como una perra. Lo fácil sería jugar más contigo, sé que obtendrías placer de ello pero tu placer no importa ahora, estoy disfrutando de verte, de la misma forma que cuando disfruto de beber a sorbos una buena copa de vino. Eres una puta caliente y ofrecida que desea que la monten, que la usen, pero eso será cuando yo lo desee.
Tú solo susurraste “sí mi Señor, soy su puta”.
Disfruté de ver tu cuerpo y tu voluntad entregados. Entonces te pedí que me ofrecieras tus nalgas y cuando esperabas el dulce quemar del cuero, notaste como tiraba de tus pezones y ponía en ellos unas pinzas de metal unidas por una cadena. Esas pinzas japonesas que tú llamabas, con cierta gracia, las pinzas asesinas.
Entonces, sin que te diera tiempo para nada más que gemir con fuerza, comenzaste a sentir los azotes de mis manos en tus nalgas, la fusta en tus muslos, en tu culo, sacando de tu boca algo que parecían gemidos de placer y aullidos de dolor. Recuerdo que paré entonces para ver el color y las marcas en tu piel, para notar su calor y disfrutar del temblor de tu cuerpo. Mientras tanto la fusta con la que te había castigado estaba ahora en tu boca, dispuesta para que mi mano la empuñase de nuevo en cualquier momento. Mis manos jugaron con tu coño y con tu culo y pellizcaron, haciéndote bramar, tu clítoris.
Sí, nuevamente me senté para verte. No sabías cuanto tiempo duraría todo esto, pero al mismo tiempo deseabas que no acabase nunca. Las pinzas de los pezones desaparecieron entre gemidos. Sentiste entonces como otras pinzas con pesos estiraban los labios de tu coño, haciendo que notases aún más tu humedad. Las finas colas de cuero negro del gato que tanto te asustaba y tanto deseabas acariciaron suavemente tu piel. Los azotes fueron primero suaves en las nalgas que me ofrecías mientras me decías algo con esa boca que mantenía la fusta presa. No importa lo que era, para mí era el idioma de la entrega. Después los azotes cayeron más fuertes, en tus muslos, en tus nalgas, en tu espalda, en tus pechos, mientras sentías los tirones en tus labios, con esos pesos que se balanceaban, acompasados con tu cuerpo.
Dame la fusta.
Tu boca se abrió y mantuvo en equilibrio la fusta hasta que la tomé en mi mano. Entonces empecé a masturbar tu clítoris mientras pasaba el astil de la fusta una y otra vez por tu empapado sexo. Sí, te dije una y otra vez las palabras que te había enseñado a obedecer.
¡Tensa! —Y todo tu cuerpo se tensaba y esperaba que lo usase
¡Encharca! —Y sentías como tu coño se hacía agua y se abría para mí
¡Llega! —Y notabas como tu coño estaba una y otra vez a punto de correrse.
Sabía que no podrías aguantar mucho más en pie, que si soltase de golpe esas muñequeras no podrías evitar caerte. Recuerdo tu olor, tu perfume, el aroma de tu deseo y tu cuerpo caliente cuando el mío se pegó al tuyo después de quitar las pinzas de tu coño dolorido. Una mano mía te sujetaba por la espalda, la otra abría esas muñequeras y tú, mientras tanto, lamías y besabas mi piel. Tu cuerpo agotado y excitado colgaba del mío, dependía de mí, como también lo hacían tu mente y tu coño.
Mis labios bebieron tus lágrimas, te besaron mientras mis brazos te sostenían. Te ayudé a ponerte a cuatro patas a mis pies y coloqué tu collar en tu cuello. Notaste entonces los ligeros azotes de un gato pequeño en tu clítoris y más fuertes después en tu culo. Pensabas que iba a seguir eternamente, pero no era así. Te dije entonces que eras mía, que tu Dueño te iba a follar para su placer.
Disfruté de meter lentamente mi polla en tu coño ardiendo y después te follé con fuerza mientras me dabas las gracias. Yo te decía lo puta que eras, te hacía sufrir diciéndote que, una vez más, no dejaría que te corrieses, que quería tener varias semanas más a una perra bien caliente.
Tú me pedías permiso para poder masturbarte mientras te follaba y me decías que tenía una zorra a punto de explotar. Cuando me di cuenta de que estaba a punto de correrme te ordené que estallases, te hice saber que quería notar en mi polla tus contracciones, que eras mía y que tu placer, tu orgasmo, servía únicamente para que yo disfrutase más de follarte. Fue un orgasmo fuerte, violento, intenso, dulce.
Fue entonces cuando te llevé a la vieja cama con cabeceros de hierro que había en el desván y me recosté a tu lado, mientras tus labios buscaban mi sexo y te acurrucabas, con los ojos aún vendados, para limpiar y chupar mi polla mientras te acariciaba lentamente. 

El sonido de los palomos posándose en el alero de la casa sacó al Señor del ensueño y de sus recuerdos. Sus manos acariciaron una vez mas aquella fusta antes de colocarla en su caja, despidiéndose de ella al rozarla con la punta de los dedos. Se levantó y fue a buscar aquel jersey. Seguía haciendo frío, pero él se sentía quemar por dentro, una sensación que hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Mientras bajaba las escaleras se preguntaba qué debería hacer con aquella chica. Decidió que lo pensaría mientras bebía una copa de licor y escuchaba el crepitar de la madera seca en la chimenea.


sábado, 14 de abril de 2012

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CAMINOS DE SUMISIÓN - COMPRAR EBOOK

Autor: Manuel Salcedo
Editorial: Vessants - Colección La Pluma de seda
ISBN: 978-84-937994-6-5
Edición en español - Ebook.

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CAMINOS DE SUMISIÓN - COMPRAR LIBRO IMPRESO

Autor: Manuel Salcedo
Editorial: Vessants - Colección La Pluma de seda
ISBN: 978-84-937994-7-2
176 paginas en b/n - edición en español.


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PRIMERA OBRA


Iniciamos esta colección con Caminos de sumisión, la primer novela de Manuel Salcedo, que es un viaje a través de las relaciones de dominio y sumisión. Una joven, Alba, empieza a trabajar para un hombre, en una casa en el campo, y encuentra dentro de un arcón de un viejo desván unas cartas que despertarán en ella deseos y nuevas sensaciones que la llevarán en un camino de entrega y sumisión.
Este libro está disponible en papel y en formato digital. En papel porque no hay nada como disfrutar de un libro pasando las páginas absortos en la lectura; en formato digital porque el mundo cambia y nos ofrece nuevas tecnologías y nuevas oportunidades.

LA PLUMA DE SEDA

La pluma de seda es una nueva colección que tiene por objetivo publicar obras de las diferentes vertientes de la literatura erótica en formatos digital y de papel. Se trata de literatura para adultos que se sienten jóvenes y que quieren compartir un viaje que se promete lleno de sensaciones y de vida. Estamos abiertos a la publicación de nuevas obras. Podéis enviarnos vuestros manuscritos por correo electrónico a laplumadeseda@gmail.com y tendremos todo el gusto en analizar si se adaptan a las características de nuestra colección.
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