La pluma de seda
jueves, 7 de noviembre de 2013
Descuento en los últimos libros
Este mes de noviembre los ejemplares de Caminos de sumisión serán vendidos a 9 €, gastos de envío incluidos. Aprovechad la oferta y haceros con los últimos ejemplares de la edición. Solo tenéis que escribir a nuestro correo y os indicaremos como hacer el pago.
lunes, 22 de abril de 2013
Punto de venta en Palma
La novela Caminos de sumisión ya puede ser adquirida en Palma en la librería Tuareg llibres del món - situada en el Carrer del Bisbe Maura, nº 69, justo enfrente de la Escuela Oficial de Idiomas.
sábado, 30 de marzo de 2013
Actualización de puntos de venta - Ebook
Autor: Manuel Salcedo
Editorial: Vessants - Colección La Pluma de seda
ISBN: 978-84-937994-6-5
Edición en español - Ebook.
Aquí podéis comprar el libro Caminos de sumisión en los formatos pdf y epub por el precio de 5,90 euros. Podréis optar por realizar el pago con vuestra cuenta de Paypal. En el caso de que no tengáis cuenta en Paypal podéis realizar el pago con tarjeta de débito o de crédito, dejando vuestro correo electrónico para que podamos enviaros el libro en las siguientes 24 horas. En el caso de que queráis realizar el pago por transferencia o depósito, enviarnos un correo electrónico a laplumadeseda@gmail.com y os responderemos indicando un número de cuenta en el que podréis realizar el pago.
Os enviaremos el ebook personalizado, será vuestra copia personal, por lo que cuando hagáis el pedido indicad el nombre que queréis que aparezca en el libro.
PRECIO 5,90 - COMPRAR EBOOK
sábado, 23 de marzo de 2013
Actualización de puntos de venta - Libro papel
Autor: Manuel Salcedo
Editorial: Vessants - Colección La Pluma de seda
ISBN: 978-84-937994-7-2
176 paginas en b/n - edición en español.
PUNTOS DE VENTA DE CAMINOS DE SUMISIÓN:
DIRECTAMENTE A LA EDITORIAL:
PRECIO DE VENTA PARA ENVÍOS EN ESPAÑA 14€ - COMPRAR LIBRO IMPRESO
PRECIO DE VENTA DE ENVÍOS PARA EL RESTO DEL MUNDO 17€ - COMPRAR LIBRO IMPRESO
lunes, 18 de marzo de 2013
Nuevo punto de venta - El Corte Inglés
A partir de hoy el libro Caminos de sumisión puede ser comprado en las tiendas de El Corte Ingles, directamente en su website o solicitándolo en la propia tienda.
El link para poder comprar el libro en la tienda virtual del Corte Ingles es el siguiente: Caminos de sumisión
El link para poder comprar el libro en la tienda virtual del Corte Ingles es el siguiente: Caminos de sumisión
domingo, 20 de mayo de 2012
III y IV capítulos de Caminos de sumisión
Buenas tardes
Os dejamos aquí el capítulo tercero y cuarto de Caminos de sumisión para que podáis haceros una idea del contenido del libro.
Os dejamos aquí el capítulo tercero y cuarto de Caminos de sumisión para que podáis haceros una idea del contenido del libro.
III
Alba
llegó al final de la mañana, entró por la puerta de atrás, dejó las bolsas con
la compra en la cocina y puso las cartas sobre una bandeja. No pudo evitar
examinar los sobres y buscar en ellos aquella letra de mujer. Después fue al
piso de arriba a ponerse su uniforme e inmediatamente bajó a buscar la bandeja
y llevársela al señor.
Él estaba pensativo y miraba el fuego mientras
acariciaba una bola de madera de olivo, pulida y brillante por el pasar de los
dedos y de los años.
—Disculpe, señor, tiene aquí la correspondencia.
—Gracias Alba, puede dejarla en la mesita, la miraré
después de comer.
—La comida estará dentro de media hora ¿Quiere que la
sirva aquí o prefiere comer en la sala pequeña?
—Sírvala en la sala pequeña, allí hay más luz y
me apetece ver el jardín.
—De acuerdo, señor, abriré entonces las cortinas.
—Ah, Alba —dijo el señor mientras ella se dirigía a la
puerta, —después de recoger la mesa puede tomarse la tarde libre. Estaré
ocupado en el taller y no necesitaré nada.
—Se lo agradezco, señor, es muy amable.
Mientras preparaba la comida, Alba pensaba en las
cartas. El señor estaría toda la tarde en un pequeño edificio situado junto a
la casa, una antigua cuadra que él había reconvertido en una pequeña
carpintería donde tallaba madera y restauraba viejos muebles. Ese pensamiento
le hizo recordar sus manos, firmes y duras, mientras manejaba las gubias y los
formones, y tallaba y hacía formas sobre la madera y, fugazmente, imaginó como
sería sentir esas manos sobre su cuerpo. Sacudió entonces levemente la cabeza y
dijo para sí misma en voz baja:
—No seas idiota, Alba, no seas idiota.
Media hora más tarde ella preparaba la mesa. Él llegó
cuando ya estaba casi todo puesto y le dijo:
—Yo abriré el vino, debe estar hambrienta. Vaya a
comer y ya recogerá la mesa más tarde.
— ¿No va a desear tomar café?
—Hoy no, Alba, esté tranquila, haga lo que más le
apetezca y disfrute de la tarde.
Mientras se marchaba a comer iba dando vueltas a
aquella última frase y a la expresión de su cara. ¿Había visto una sonrisa
extraña en su boca? ¿Sabría algo de las cartas? No, era imposible. Te estas
volviendo paranoica Alba, pensó, tranquila, tú disfruta de la tarde. Y al decir
estas últimas palabras sonrió y volvió a pensar en las cartas.
Después de comer fue a recoger la mesa y poner los
platos en el lavavajillas. Él ya había salido y desde la ventana se veía la
puerta entreabierta de la carpintería, donde estaría toda la tarde. Entonces
subió las escaleras con pasos cortos y rápidos, como con miedo de que él la
escuchase desde la carpintería, un miedo irracional porque, por supuesto, sabía
perfectamente que eso no era posible.
Se acomodó en el suelo, cerca de la pequeña ventana
que daba al patio, desde donde podría escuchar en cualquier momento el ruido de
la vieja cerradura de la carpintería, y, allí recostada, comenzó a leer la
primera carta que vio. La misma que el día anterior había traído tantos
recuerdos al señor.
Las letras eran apresuradas y nerviosas, como si
aquella mujer aún estuviese temblando, como si aún estuviese sintiendo todo lo
que describía y le contaba, como si fuese un diario, a su Señor.
Tiemblo,
siento mi cuerpo tan intensamente que apenas puedo pensar en nada que no sean
esas sensaciones inmediatas... pero intento ordenar mis ideas, rehacer la
secuencia de azotes y caricias en silencio mientras noto como él se mueve por
la habitación. Todo ha empezado hace un rato, cuando me ha atado del techo y me
ha enseñado un precioso corsé negro que me ha puesto, apretando bien las cintas
que lo ataban a mi espalda. El corsé dejaba mis pechos al descubierto,
irguiéndolos, y cubría todo mi vientre por la parte delantera, por detrás llegaba
hasta la cintura, dejando mis riñones y mis nalgas al descubierto. No me ha
dejado verme en el espejo de cuerpo entero que hay delante de mí. Me ha vendado
los ojos con un pañuelo de seda negro, así que he tenido que imaginarme a mí
misma vestida así para mi Señor con mis manos atadas por las muñequeras que
cuelgan de las vigas del techo.
Enseguida ha
empezado a azotarme con una pala. Yo me concentraba en esa imagen mental,
pensaba en mí, vestida y abierta para mi Señor, en mi culo enrojeciendo bajo esa
pala, en sus manos que acariciaban y retorcían mis pezones... deseaba verme
desde fuera, verme con sus ojos, sentir lo que sentía usted, mi Señor, al ver a
su perrita ofrecida.
He notado
como se abrían las cintas del corsé, lo he sentido caer al suelo, deslizándose
por mis muslos. Por un momento he pensado que me desataría, pero enseguida he
sentido sus manos por todo mi cuerpo, sus manos llenas de aceite, que
acariciaban, exploraban, presionaban. He sentido crecer aún más mi excitación,
notaba como todo mi cuerpo se abría para él, como mis sentidos se concentraban
en cada pequeña sensación, como mi sexo se abría y se empapaba por y para mi
Dueño. Me notaba temblar y sentía mis pezones duros y erguidos, mientras
esperaba, anticipándome a lo que vendría después, aun sin saber qué sería ni
cuánto duraría, y me humillaba al pedirle, una y otra vez, que me usase y me
follase.
Su voz, que
penetraba mi cabeza y follaba mi mente y mi sexo, dejando claro quien manda. Mi
voz que le ofrecía mi entrega, ronca, casi sin poder hablar en medio de los
jadeos, y le decía que era su puta.
Me ordenó que
levantara el culo para él y en lugar de una caricia o de un azote en mis nalgas
he sentido como unas pinzas aprisionaban mis pezones. Dolor, esas pinzas
asesinas que odio y deseo. Placer, mi coño que chorrea sobre un plato.
Vergüenza, dolor, por Dios, que tire de esas pinzas…
Y enseguida,
los azotes de sus manos en mi culo, en mis nalgas, luego la fusta, la pala otra
vez. No he podido reprimir un gemido. Ha puesto la fusta en mi boca, no sé si
para callarme o porque le complacía verme así, mientras sostenía con cuidado en
la boca esa fusta con la que después quizá decida castigarme, o si simplemente
quería poner en mi mente esa idea... Sus manos, otra vez, jugando con mi
clítoris, con mi sexo, con mi culo, acariciando, comprobando su humedad,
haciendo que sintiera que le pertenecen, que toda yo soy suya.
Una breve
pausa, siento como se aleja de mí, me siento observada, temblorosa aún. Sus
manos ya no me tocan, pero perdura la caricia de su mente, la de sus ojos. En
ese momento soy espera y temblor, soy suya.
Quita las
pinzas de mis pezones, siento como la sangre vuelve a ellos, ahogo un gemido, y
otro, cuando noto como las pinzas con pesos tiran de los labios de mi sexo.
Siento la caricia suave del gato de nueve colas y sé que aún no ha acabado
todo, que va a exigirme más, y me siento feliz y temerosa... feliz de poder
darle aún más, temerosa de fallarle, de no estar a la altura de lo que espera
de mí. Deseo más que nunca que me sienta suya, que sienta mi entrega
profundamente, tal y como yo la siento.
Los azotes y
las caricias se suceden, de vez en cuando me susurra al oído, me tranquiliza,
pero mi mente está sumida en un torbellino de sensaciones, mientras mi cuerpo
se ofrece a sus manos, a sus ojos, a su mente... Me pide la fusta que tengo en
la boca y en su lugar pone el gato, pero yo sigo en medio de ese torbellino.
Cada caricia y cada azote son un recordatorio de lo único que de verdad
importa, de mi entrega, de mi voluntad de pertenecerle. La fusta en mi coño
mojado, mi Señor me exige, me tensa, hace que esté apunto de correrme. Quita
los pesos de mi sexo, lo azota suavemente, lo acaricia con la fusta, libera mi
boca del gato y me acaricia una vez más. Y yo tiemblo y siento, y me siento
temblar.
Otra pausa,
me siento observada una vez más. Se acerca a mí y me besa. Siento deseos de
ofrecerme una vez más. Me doy cuenta de que estoy llorando cuando noto como
bebe mis lágrimas mientras me besa. Siento como toda la ternura y el amor por
mi Señor explotan dentro de mí con ese gesto y deseo los azotes del gato
convertidos en las más dulces caricias. Temo y deseo que siga.
Siento cómo
me mira antes de soltarme, sus manos me sostienen y me ayudan a no caer
mientras me coloca a su lado en el suelo, a cuatro patas. Me pone la correa y
el collar. Los azotes de un gato caen sobre mi clítoris y cada azote viaja por
mi cuerpo convulsionado hasta mi mente. Mis nalgas se ofrecen a los azotes y a
esas manos que deseo. Nuevamente su voz “Eres mía, y tu Dueño va a follarte
para su placer”, su polla se clava dentro de mí, y me muestra lo abierta
y mojada que estoy. Me hace sentirme como su perra, su zorra. Sus palabras
nuevamente, me recuerdan que no voy a correrme, que me quiere así. Mi voz ahora
le suplica que me deje tocarme para él, ofrecerle mi tortura, mi entrega, y le
dice que mi placer es suyo.
Otra vez su
voz que exige “Tu Amo va a correrse y quiere que estalles para él.
Estalla." Siento como mi mente y mi cuerpo se toman de la mano para
obedecerle y me fundo con él en un orgasmo intenso y muy dulce, mientras veo en
mi mente su cara, esa cara que he visto tantas veces cuando se corre. Después
sus manos tiran de la correa y me llevan a la cama. Noto como se recuesta a mi
lado y busco su polla, la lamo lentamente, la limpio y pienso que si mis ojos
no estuvieran vendados en ese momento mi Señor podría ver una mirada de
adoración en ellos...
La mano de Alba no podía evitar rozar su coño por
encima del vestido, sus pechos. Estaba caliente, tanto que no recordaba cuándo
había estado tan mojada o si alguna vez había sentido algo así. No lo
comprendía, pero tampoco le importaba.
Necesitaba tocarse. Se masturbó con los ojos cerrados,
imaginaba que aquella mujer era ella, y mientras lo hacía notaba como sus dedos
se deslizaban en su interior, y sentía los latidos de su clítoris, después los
espasmos de su vientre y un orgasmo largo y húmedo, inacabable, que la dejó
postrada, acurrucada en una esquina y jadeando.
Desde la carpintería, el Señor podía ver en el cristal
de la ventana del desván el reflejo del cuerpo de Alba recostado junto a los
cristales.
Sonrió mientras acariciaba la tabla de madera de
castaño con una gubia y recordó la primera vez que vio a Alba, recién llegada
de la ciudad, tímida y nerviosa; una mujer en la treintena, morena, con algún
que otro kilo de más bien repartido por todo su cuerpo.
En aquel momento no lo pensó, pero ahora sí que
pensaba que era un cuerpo muy azotable. La situación le divertía y le excitaba,
pero no quería dar ningún paso en falso, cada cosa a su tiempo.
Alba había iniciado un sendero y los primeros pasos
tenía que darlos sola. Llegaría el tiempo en que necesitaría ser guiada, y
entonces él estaría allí para educarla. Como a Clara, como la primera vez que
ella llegó hasta él, ofrecida y entregada.
IV
En
el salón, de noche, acompañado por el crepitar de las brasas en la chimenea,
pasa lentamente las hojas de un libro. Alba duerme, o quizás se entrega a otras
pasiones, prisionera entre las sábanas de su cama. El manuscrito que reposa en
sus piernas es grande, encuadernado en cuero y repujado por artesanos
increíblemente hábiles en su oficio. Solo su aspecto denota una antigüedad
considerable. El cuero está remachado por una decoración metálica en forma de
serpiente que se enrosca sobre trísqueles, y se complica, cada vez más, hasta
dar la vuelta al libro de modo que el cuerpo de la serpiente se une y forma un
cierre con forma de cabeza de dragón.
La imagen que observa en una de las páginas del
libro muestra a una mujer con el pecho recostado sobre una gran mesa de
comedor, desnuda a excepción de unas sandalias. Un hombre la folla al tiempo
que agarra sus caderas con fuerza. Él recuerda, y las imágenes que hay en su
mente se mezclan con la escena que tiene delante de los ojos.
Mientras tanto, en la cama, Alba lee otra carta. Está
escrita con la letra de otra mujer y parece describir una escena en la que los
protagonistas eran Clara y su Señor.
Recuerdo la
primera vez que vi a Clara, cómo llegó hasta la casa del Señor, sin conocerlo
personalmente aunque conociéndolo más que a nadie después de haber hablado
tanto. Yo estaba en el piso de arriba, y miraba por la ventana.
Llegó vestida
con un vestido azul, de seda, que se abría de arriba abajo, con botones
plateados. No era muy corto, el dobladillo de la falda tocaba apenas las
rodillas y el escote era redondo, sin mangas. Su maquillaje era muy natural, y
llevaba el pelo suelto, con los rizos cayendo sobre los hombros. Iba calzada
con unas sandalias de tacón alto, azules también. No llevaba ropa interior, no
la iba a necesitar. Todo su cuerpo podía sentir el roce de la seda; los pechos,
las nalgas y el pubis afeitado sentían su caricia mientras caminaba hacia la
puerta de la casa. Una puerta grande, de madera, con un pomo dorado, que se
abrió suavemente al empujarla, como si le diera la bienvenida en silencio.
Después, un pequeño cuarto donde no había nada más que una percha. Supo
instintivamente qué hacía allí la percha, supo que tenía que dejar allí la ropa
porque al otro lado tenía que pasar desnuda. Se quitó el vestido y lo colgó con
cuidado. No tenía prisa, sabía que sería
lo que tuviera que ser, y se abandonó ya de entrada, entregándose y dejándose
llevar antes de que nadie se lo exigiera. Estaba desnuda a excepción de las
sandalias, y atravesó la puerta que separa la pequeña cámara del resto de la
casa.
Era una casa
vieja y grande, de paredes gruesas, con una sala enorme dividida por un gran
arco en medio. Había pocos muebles, todos ellos antiguos y de aspecto pesado,
una mesa grande, rectangular, dos sillas de las que antiguamente se utilizaban
para parir, un aparador, y una banqueta. Las tres paredes del fondo, al otro
lado del arco, estaban cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo ocre,
aunque la de la izquierda dejaba entrever el pie de una escalera.
No había
nadie en la habitación pero pronto sintió ruido de pasos y voces en el piso de
arriba, y pudo notar como alguien bajaba por la escalera. Se quedó inmóvil en
el centro de la habitación, bajo el arco, esperando que el hombre llegase al
piso de abajo. Sabía que era un hombre, al fin y al cabo eso era lo que había
venido a buscar en este sitio.
Recuerdo el
sonido de los zapatos del Señor mientras bajaba las escaleras, mientras yo
atisbaba por un agujero y veía el cuerpo desnudo de Clara bajo el arco, con las
manos en los riñones, la cabeza baja, un cuerpo que temblaba ligeramente,
quizás por el aire fresco de la sala o quizás por los nervios y el deseo. Su
cuerpo era hermoso, los largos rizos sobre los hombros y los pechos en forma de
pera con los pezones duros. Una mujer con curvas, nada de un esqueleto andante,
nalgas redondas con un culo respingón, como de mulata. Un culo precioso para
azotar.
Se acercó
hasta ella, y notó el calor que salía de su piel y su perfume, suave, delicado.
—Veo que has
sido obediente, —le dijo, mientras acariciaba su sexo depilado.
Primero rozó
su clítoris y después, al sentir la humedad, se adentró en su sexo y jugó un
rato con él, hasta que comenzó a rozar toda su piel y a pellizcar suavemente
sus pezones hasta conseguir que emitiese los primeros y suaves gemidos.
—Me encanta
escucharte gemir putita. Dime, ¿a qué has venido?
—A que me use, a
darle placer, a entregarme.
— ¿Deseas que te
enseñe, Clara?
—Sí..., sí mi
Señor, lo deseo… por favor.
— ¿Por favor
qué, Clara?
—Por favor,
Señor, enséñeme a ser una buena sumisa, a ser su sumisa.
—A eso, Clara,
se le llama domar, como a una perra. ¿Deseas que te dome, Clara?
—Sí, mi Señor.
Al decir
estas palabras Clara enrojeció, sintió todo su cuerpo abierto, se sintió
completamente humillada y excitada.
—Sabes que serás
azotada, ¿verdad, Clara? Que cada parte de tu cuerpo será mío y que te
castigaré y te premiaré según lo crea conveniente…
—Lo sé, Señor,
lo entiendo, y espero que no tenga que castigarme.
—No, Clara,
estoy seguro de que tendré que castigarte y disfrutaré tanto de hacerlo y de
corregirte como de follarte. Eres como una madera que necesita ser tallada, y
la talla a veces necesita delicadeza y a menudo golpes secos y violentos.
Hubo una
pausa mientras él daba vueltas lentamente alrededor de Clara.
—Pon tu pecho
sobre esa mesa, Clara.
Ella avanzó
unos pasos y se puso delante de la mesa, apoyó su pecho y su vientre sobre
ella, volviendo a poner sus manos cruzadas a la altura de los riñones.
—Las piernas más
abiertas.
Ella abrió
las piernas tanto como pudo, sintiéndose ofrecida, deseando que él tomase
posesión de su coño.
Fue entonces
cuando comenzaron los azotes, primero con la mano, fuertes y espaciados,
mientras le explicaba que quería que notase, entre azote y azote, el arder de
su piel, y que quería que al sentirlo ofreciese aún más las nalgas a esos
azotes. Hizo que ella contara en voz alta, uno a uno, los azotes y que se los
agradeciera a continuación, también uno a uno. Luego los azotes fueron más
seguidos que con la mano, con una pala de cuero ancha, dura y flexible, y los
agradecimientos y los gemidos se confundían con el sonido de los azotes y con
la voz de su Amo que le ordenaba y le exigía que levantase el culo para él.
Al final notó
las manos de su Dueño que acariciaron sus nalgas enrojecidas, marcadas por la
pala, mientras le decía lo mucho que le gustaba ver esa piel y ese coño
encharcado.
—Porque sí,
perra, tu coño de niña buena chorrea y pide polla, ¿no notas como entran mis
dedos en él? Sí, creo que podría meterte la mano entera y follarte con ella.
Clara no
podía hablar, solo podía sentir. Lo que sentía era más de lo que nunca había
esperado. Aquella voz la dominaba, su cuerpo estaba atado a la mesa sin
ligaduras, solo con la voluntad y las palabras de aquel hombre que abría su
coño y jugaba con los dedos en ese culo que pocas veces había sido follado.
—Por favor…
— ¿Por favor
qué, Clara?
—Por favor
Señor, fólleme, llene mi coño.
—Sabes, Clara,
—le dijo mientras pellizcaba su clítoris— te voy a enseñar a recitar, y no vas
a parar de recitar tu mantra, y mientras lo hagas puede que te folle. Y ahora,
repite conmigo: “Soy su perra, soy su puta, soy su zorra, soy su esclava, soy
su coño encharcado…”
Mientras ella
recitaba esas palabras, una y otra vez, con esfuerzo, entre jadeos, notó por
vez primera como la polla de su Dueño la penetraba despacio y empezaba a
moverse dentro de su coño. Él estuvo así, follándola lentamente, durante un
buen rato. Entonces Clara se sorprendió a si misma diciendo:
—Fólleme para su
placer Señor, pase de mí, fólleme con fuerza.
Él la hizo
callar con un azote en las nalgas.
— ¿De verdad
crees que no lo estoy haciendo, zorra? Yo decido cómo te follo, yo decido
cuándo te follo, y creo recordar que no te he dado orden de dejar de recitar.
Siguió
follándola, a veces despacio, a veces de forma violenta, hasta que estalló
dentro de ella, y la llenó de semen mientras disfrutaba de los gemidos de
Clara.
Entonces hizo
que se diese la vuelta y que se arrodillase para lamer y limpiar su polla, puso
un collar en su cuello y la hizo incorporarse tirando de la argolla del collar
hasta situarla al lado de una silla. Levantó el asiento de la silla. Era una de
esas sillas que se utilizaban antiguamente para que las mujeres pariesen
sentadas. En el asiento había un espacio abierto que, evidentemente, él pensaba
utilizar para otros objetivos diferentes del de su diseño original. Hizo que
Clara se sentase en la silla, con su coño sobre aquel agujero, ató sus pies a
los pies de la silla y sus manos a los reposabrazos. Entonces le colocó unas
ventosas en los pezones y la hizo gemir, mientras miraba sus pechos y notaba
como esas ventosas comenzaban a vibrar y succionaban sus pezones. Después
adornó los labios de su coño con unas pinzas y colgó de ellas unas pequeñas
pesas que, a pesar de su reducido tamaño, bastaban para estirarlos y dejar a la
vista su clítoris hinchado y excitado. Luego puso otra ventosa en su clítoris y
encendió el botón que la hacía vibrar.
Ella gemía,
estaba caliente, descontrolada, sentía que podría correrse en cualquier
momento. Él la miraba y disfrutaba de lo que veía. Entonces sonrió y colocó en
la boca de Clara una mordaza con una bola de goma, de las que se atan con unas
cintas de cuero en la nuca. Luego, mientras ella respiraba a través de aquella
bola, y dejaba caer pequeños surcos de saliva sobre sus pechos, le habló
despacio.
—Hay algo,
Clara, que tienes que aprender. Tu placer es mío, tú te corres cuando y como yo
digo. Sé que deseas correrte así atada, pero no lo vas a hacer, vas a aguantar
todo lo que puedas, y cuando no puedas más vas a gemir bien alto y vas a mover
esos pechos para mí. Entonces yo decidiré si te concedo o no tener placer.
Fue entonces
cuando alzó la vista y levantó la voz:
—Rosa, deja de
mirar por ese agujero y baja aquí.
Recuerdo lo
caliente que estaba yo mientras bajaba las escaleras, vestida con un vestido
muy corto, sin ropa interior, con unos zapatos de tacón bien alto. Mi pelo
cobrizo recogido en una cola. Me puse al lado del Señor, con la cabeza baja y
las manos en la espalda y esperé.
— ¿Te gusta lo
que ves, Rosa?
—Me encanta
Señor, es una mujer muy hermosa.
Clara no me
quitaba los ojos de encima mientras el Señor acariciaba mis nalgas, desnudas
bajo el vestido. En aquel momento le daba lo mismo cualquier cosa, solo
intentaba controlarse y no estallar sin permiso. Era algo extraño, deseaba
explotar, sentir el orgasmo, pero al mismo tiempo le aterraba la idea de
decepcionarle. Entonces sintió que no podía más y gimió fuerte, haciendo caer
más saliva sobre sus pechos, que movía con fuerza notando los pezones
succionados.
—Rosa, quítale
las ventosas. Primero la del clítoris.
Él observaba
atentamente cada uno de mis gestos.
—Así, pero no lo
toques. Ahora quita la de los pezones y lámelos y mordisquéalos. ¿No ves cómo le gusta? Juega con ellos.
Clara gemía a
través de la mordaza mientras sentía como la sangre volvía a sus pezones y como
mis labios y mis dientes jugaban con ellos.…
—Quítale la
mordaza. Limpia su cara con tu lengua. Bésala.
El Señor
seguía observando a Clara, mientras yo le quitaba la mordaza y la besaba
lentamente.
— ¿Estas
caliente, Clara?
—Sí..., mi
Señor…
—Rosa creo que
Clara se merece unas lamiditas en su clítoris pero cuidado, que no se corra.
Entonces yo
me puse a cuatro patas, me incliné hasta meter la cabeza debajo de la silla y
empecé a lamer aquel clítoris que la ventosa había dejado increíblemente grande
y sensible.
—Y ahora Clara,
tienes que aprender una lección y es la humildad. Rosa te va a lamer mientras
yo diga y después parará de hacerlo y te vas a quedar ahí atada, sin correrte,
el tiempo que yo desee. Te vas a convertir en parte del decorado, como la mesa,
como un armario. Y…, Clara, cuidado con manchar mucho el suelo con lo que está
cayendo de ese coño, porque después vas a tener que limpiarlo con tu lengua.
Clara gemía,
todo su cuerpo estaba descontrolado y cada vez que le resultaba imposible
evitar los espasmos de su vientre.
—Basta ya, Rosa,
¡de rodillas!
Me puse de
rodillas, con las piernas abiertas y las manos colocadas detrás de la nuca,
exactamente como le gustaba verme a mi Señor, como él quería que me viera
Clara.
Él se acercó
a Clara, acarició su clítoris, la hizo gemir, la besó y le dijo:
—Ahora mi putita
va a ser una niña buena y se va a quedar aquí, va a pensar en todo lo que le ha
pasado y va a mantener ese coño mojado para mí. Lo has hecho muy bien y estoy
orgulloso de ti, pero Rosa ha sido muy buena y se merece también un premio, así
que voy a usarla un poco mientras esperas.
Clara no dijo
nada, sentía una profunda humillación al ver como él se marchaba al piso de
arriba conmigo, pero al mismo tiempo sentía una entrega como la que nunca había
sentido. Respiró profundamente, mientras sentía como se movían las pinzas,
balanceándose con los pesos que colgaban de los labios de su coño. Se concentró
en sentir el temblor de reloj acelerado de su clítoris, el dolor placentero de
sus pezones, y pensó que iba a ser un día muy largo, pero que sucediese lo que
sucediese no importaba nada. Estaba donde siempre había deseado estar.
Alba acariciaba su clítoris mientras leía estabas
últimas palabras. Dejó la carta dentro de la mesita de noche y empezó a
pellizcar sus pezones y su clítoris al imaginar lo que se sentiría al estar
como aquella mujer. Se masturbó, lentamente primero y con más fuerza después,
pero cuando estuvo a punto de correrse apartó la mano de su coño. Sintió la
frustración de ese orgasmo impedido, pero al mismo tiempo se percato de lo
caliente que estaba. Fue entonces cuando decidió que esa noche no se correría.
Se echó boca abajo en la cama, desnuda, frotó sus pechos y su coño contra la
cama e imaginó que no podía tener placer porque al Señor no le apetecía que lo
tuviese, y entonces decidió que solo se correría cuando Clara lo hiciese en
otra carta.
Tardó mucho tiempo en dormirse, pero cuando lo hizo
era plenamente consciente de que al día siguiente amanecería encharcada y
caliente.
miércoles, 9 de mayo de 2012
Reseñas de Caminos de sumisión
Siempre es importante conocer lo que opinan otros. Hoy en la Biblioteca de los placeres ocultos han tenido la amabilidad de publicar una reseña de Caminos de sumisión. Os dejamos con sus palabras:
"Un libro ameno, muy interesante, incluso para personas que se encuentren
en los inicios de "este maravilloso mundo". Una buena novela que
describe muy bien los sentimientos y deseos dentro del D/s.
Muy recomendable. Se vende en formato e-book a un precio muy económico."
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